Por: Hans Gutierrez*
Lo cierto es que la facilitación se insertó en
nuestra cultura y desplazó, llevando al olvido, el clásico término de “ponente”
o “speaker” al especialista de seminarios y foros, reemplazándolo por el de
facilitador(a). Esto ha revolucionado los largos y aburridos monólogos de sesudos
disertadores hasta llevarlos al olvido, transformando el eje de la enseñanza a
un proceso donde participativamente los asistentes construyen conocimiento.
Obvio, este cambio modificó radicalmente
nuestros roles para el aprendizaje. Y es que tradicionalmente estábamos
acostumbrados solo a escuchar con la esperanza de aprender rogando que los
devaneos de la imaginación no nos distrajeran y nuestra concentración se
mantenga perenne los 90 minutos de duración de cada exposición (¡Ufff!). Durante
siglos entrenamos a nuestra mente solo a escuchar, tomar notas y guardar silencio.
La belleza de la facilitación radica en que ha
generado un cambio de paradigma.
Desalojó a los habituales asistentes (anhelantes
de información en su cómoda posición de “escuchantes profesionales”) para
dinamizarlos con preguntas inteligentes (en muchos casos inspirados por la mayéutica
y el método socrático) obligando tácitamente a proponer desde su criterio para sumar
ideas hasta construir conocimiento.
Este cambio, influye también en las habilidades
de las y los participantes pues al dejar de lado el papel de “escuchante” abre
paso al del “comunicador” para trasmitir ideas propias, al del “empático” para sumarse
al resto con sus palabras, así como al de “gran autoestima” que reúne valor
para sostener sus opiniones en el calor del sano intercambio.
El resultado, nos permite descubrir una luz en
la oscuridad. ¿Será que es esquema de la clásica educación a través del sempiterno
“ponente” va eclipsándose en esta era de la información para dar paso al “facilitador(a)?“.