Cuenta Oreste Saint-Drome, en un libro titulado “Cómo elegir
a su filósofo” la historia de un niño que a los doce años no había pronunciado
una sola palabra. Su familia estaba desesperada pero, un buen día, mientras
estaban comiendo, el chiquillo articuló de forma impecable:
- ¿Alguien tendría la amabilidad de pasarme la sal?
- ¡Dios mío, si sabes hablar! ¿Y por qué no decías nada?
- Porque hasta el momento el servicio era correcto.
Algunos sólo hablan para quejarse, cierto. Pueden estar
quejándose mucho, mucho tiempo. Pero otros no saben expresar una queja.
Permanecen sin hablar casi toda la vida. Y es importante saber protestar a
tiempo. Porque “una queja es un regalo”, como reza el título de un libro de
Janelle Barlow y Claus Moller.
Hay dos caras complementarias: saber expresar las quejas y
saber aceptarlas. Hay profesionales que no aceptan una queja sin sentirse
ofendidos. El menor comentario desfavorable, la crítica más insignificante son
considerados como agresiones inaceptables. Habría que decir que ellos se lo
pierden. Porque una queja es una forma de conocer qué se está haciendo mal y
que se puede mejorar. No es que haya que aceptarlas por sistema,
indiscriminadamente. Hay que estudiarlas. Pero han de ser bienvenidas. De lo
contrario, nadie las formulará. Y entonces se habrá perdido una buena ocasión
de conocer cuál es la opinión de los beneficiarios de un servicio.
Saber expresar una queja es un ejercicio democrático que
hará bien a quien la formula y a quien la recibe. Si, por ejemplo, un profesor
se molesta cuando el alumno le dice que no entiende algo, si se enfada cuando
le comunica que considera injusta la calificación, si se deprime cuando alguien
le hace saber que no le ha gustado la forma de comportarse…, es difícil que
pueda mejorar. O, al menos, que pueda evitar ese motivo de insatisfacción. Si
una escuela se cierra a las quejas que expresan los padres y las madres a
través de sus Asociaciones o de forma individual, perderá una rica ocasión de
perfeccionarse.
Si se teme que por expresar la crítica se producirán
represalias, éstas no se plantearán. Pero, claro, el que no se expliciten no
quiere decir que no existan. (Ya sé que no es la única ni la más importante
función participativa de las familias, pero es una de ellas). Puede ser que la
queja no tenga fundamento, que sea un mero exabrupto, que esté planteada con
acritud. En cualquier caso, ha de ser escuchada.
Lo mismo podría de cualquier organización. De una empresa,
de un partido político, de una asociación cultural. Si los miembros del partido
no pueden expresar sus quejas, sus discrepancias o sus críticas, es probable
que se pudra en la rutina y en el autoritarismo. No se puede calificar de
crítica destructiva aquella que resulta desagradable. La verdaderamente
destructiva es la poco rigurosa, la aduladora, la servil.
Es indudable que a nadie le gusta recibir quejas. Pero la
información que contienen puede ser un regalo que nos haga reflexionar y
comprender lo que antes se nos ocultaba por obcecación, superficialidad o
error. Las instituciones deberían organizar sistemática y estratégicamente la
recepción de quejas. Analizarlas con rigor y actuar de forma consecuente. Creo
que si una persona o una organización que ofrece un servicio se cierra a las quejas
está condenada a repetir sus errores y a perpetuar sus limitaciones. Si las
recibe, pero luego las tira a la basura, los beneficiarios del servicio
acabarán descubriendo que les están engañando. Si es una actitud humilde
inteligente recibirlas, hay que añadir que es un deber formularlas. Algunos
que, por miedo o por comodidad, nunca se quejan, luego no tienen inconveniente
en beneficiarse de los frutos alcanzados por quienes se expusieron a un riesgo
y dedicaron su tiempo a manifestar la protesta.
Los motivos del rechazo de las quejas pueden ser múltiples.
Un orgullo que impide aceptar cualquier fallo, cualquier equivocación,
cualquier error. El pensar que si se aceptan las quejas éstas se multiplicarán.
La idea de que la buena imagen se desvanecerá o se destruirá. Un recurso
peligroso es el de que quienes descalifican a quien la plantea. Como si
descalificando a quien la formula, la queja perdiera su fuerza y su sentido.
Recuérdese: Cuando el dedo señala la luna, el necio mira la mano.
La queja será más eficaz en la medida en que esté formulada
con rigor y con respeto. Hay formas de plantear las protestas que tienen
dificultad en ser más atendidas que otras que se presentan de manera clara y
ordenada.
Cuando existe poder por parte de quien las recibe es más
difícil que sean expresadas con claridad y frecuencia. Sobre todo si quien
ejerce el poder tiene un carácter autoritario. Y todavía existe una trampa
mayor. La de quien invita a formular la queja y luego responde con enfado y
represalias. Lo decía aquel empresario de forma contundente: “A mí me gusta que
mis trabajadores me digan la verdad, aunque el hacerlo les cueste el puesto”.
Tomado de:
http://blogs.opinionmalaga.com/eladarve/2012/02/18/una-queja-es-un-regalo/
(Nancy Henriquez)
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